“Todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro”.
Oscar Wilde.
A
Jaime lo recogieron en la calle. Lo encontraron abrazado al cadáver de Lupe,
una perrilla de raza indefinida que se había muerto de frío. Estaba tiritando
aunque su temperatura marcaba 40ºC. Lo ingresaron en una habitación pero, dos
días después, al comprobar que casi no podía respirar, lo trasladaron a la UCI.
Una médico joven, con traje de astronauta y ojos tristes, le dijo que lo
tenían que dormir para intubarlo y ya no recordaba nada más.
José
llamó el mismo al 112. Según creyó oír, las radiografías de sus pulmones daban
miedo. Ingresó directamente en la UCI. Lo despertaron veinte días después
para quitarle el tubo y decirle que había mejorado muchísimo.
Jaime
no sabía cómo se había contagiado y, cuando le hicieron la historia clínica, no
supo que responder. Pero claro, viviendo en la calle y durmiendo entre
cartones, cualquiera sabía. Recordaba haber dormido en el Túnel, unos días
antes del ingreso, junto a Ingrid, la polaca, que tosía como un perro. Pero
Ingrid siempre tosía y además fumaba todo lo que pillaba. Y desde aquella
noche nadie la había vuelto a ver.
José
se lavaba las manos al menos quince veces al día. Utilizaba todo tipo de
precauciones en el banco con los clientes. Y no hacía otra cosa que ir del
trabajo a casa, sin relacionarse con nadie. Aunque realmente no tenía nadie con
quien relacionarse.
Jaime
hablaba con todo el mundo, se lavaba cuando podía, o cuando dormía en las camas
de Cáritas, donde había duchas. Pero últimamente había ido poco por allí.
El
caso es que los sacaron de la UCI el mismo día, los dos agotados, débiles y
todavía enfermos. Y los dos acabaron en la misma habitación de la unidad de infecciosas.
Al
principio, confusos y exhaustos, apenas se dirigieron la palabra. Pero luego,
en parte por el aburrimiento y en parte por la curiosidad, fueron
intercambiando frases que acabaron en largas conversaciones.
El
que inició la relación, como no podía ser de otra forma, fue Jaime. José al
principio estaba un poco retraído, pero los días eran muy largos como para
quedarse callado.
Y
hablaron de todo. De las enfermeras que los cuidaban, de lo seca que era
Isabel, de lo amable que era Macu y de lo sonriente que estaba siempre Adela,
hasta con la mascarilla puesta. Y de las ojeras que veían tras las pantallas
del personal. Hablaron de las luces navideñas y que cada vez las ponían antes. Hablaron de lo insípida que era la comida del hospital, sobre todo para quienes habían perdido el olfato. Y por hablar hasta hablaron de sus vidas, de sus lejanos orígenes, de sus
diferentes presentes y de la común ausencia de proyectos de futuro. Y se
contaron pensamientos, temores y esperanzas que no habían comentado ni con
ellos mismos. José por no tener con quién y Jaime por no tener a quien. Quizá
fuera el miedo a la muerte o a la soledad, pero el caso es que ambos abrieron
sus almas como nunca antes lo habían hecho.
Les
dieron de alta el mismo día. Y en cuanto se encontraron solos en la habitación,
tras recibir la buena nueva, se abrazaron por primera vez, con un sentimiento
mezcla de felicidad y de culpabilidad. Y lloraron.
José
se puso las ropas con las que había ingresado, que estaban lavadas, planchadas
y que seguramente olían a desinfectante hospitalario, aunque aún no pudiera percibirlo.
Jaime
encontró unas ropas nuevas. Supuso que las suyas se habrían perdido, o que las
habrían destruido, pero como estaban bastante deterioradas y las que le habían
dejado en su lugar parecían cómodas, cálidas y confortables, no le disgustó el
cambio. Además, junto a ellas, en una bolsa, encontró todos sus bienes más
preciados, incluido el collar de Lupe.
Se
empeñaron en llevarlos a ambos a las puertas del Hospital en sendas sillas de ruedas y
por el camino parte del personal que los había cuidado les hicieron el pasillo
y les aplaudieron. A Jaime le costó no soltar una lágrima, a pesar de
todo lo que había vivido y no solo en los últimos meses. José no pudo evitarlo y lloró
como no lo había hecho desde hacía años.
En
la puerta los esperaban dos ambulancias. A José lo iban a llevar a su
domicilio. A Jaime le habían buscado una residencia para enfermos sin techo. Se
estrecharon las manos, cada uno desde su silla de ruedas y la emoción impidió
que se dijeran nada más.
Hoy es 24 de diciembre, han pasado diez días de aquello. José nunca había tenido
especial aprecio por la Navidad. Los villancicos le sonaban chirriantes, las
aglomeraciones molestas y todo ese dispendio en luces pueriles, comidas
excesivas, regalos inútiles y deseos ñoños le resultaban cargantes y hasta
ridículos. Además aún acusa el cansancio y todavía se siente convaleciente. No
obstante se anima a salir a la calle porque tiene algo muy importante que
hacer. Hace días que tiene la sensación de que le falta algo. Quizá sea que por primera vez en su vida siente algo parecido al “espíritu
navideño”, pero lo duda.
En
la residencia le dicen que Jaime está todavía muy débil, (pues a la
recuperación por la infección se suma la desnutrición sufrida durante años),
que camina con dificultad y que tiene importantes secuelas en forma de dolores
musculares. Así que cuando José llega hasta él, ve que le cuesta levantarse,
pero lo hace y lo abraza bajo las miradas escandalizadas de residentes y
enfermeros desde detrás de las mascarillas.
Los
trabajadores del centro los miran curiosos, pero sin acertar a escuchar la
conversación que se desarrolla entre ambos hombres y cada uno se hace su película intentando
adivinarla. Solo ven a dos individuos muy diferentes y aparentemente muy
alejados, tanto en edad como en clase social y por supuesto que en recursos económicos. Y que
además no son parientes. A algún “listillo” incluso le viene a la cabeza la película
“Plácido”, demostrando que no entiende nada.
Finalmente los dos hombres se abrazan emocionados una vez más y se dirigen juntos, sosteniéndose mutuamente, hacia la recepción de la residencia, sin que nadie llegue a oír lo que dicen. Pero aquella Noche Buena cenarán juntos. La primera de muchas cenas, de muchas comidas y sobre todo de largas conversaciones y de silencios en compañía.
Porque parafraseando lo que le dijo Rick Blaine al cínico del capitán Renault, a pesar de las circunstancias, o merced a ellas, “presiento que eso fue el comienzo de una hermosa amistad”.
Publicado por Balder.
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