domingo, 7 de agosto de 2022

Sobre aplausos y abucheos

Cuentan que mientras Alfonso XII entraba en Madrid, para ser reinstaurado como rey, la multitud que abarrotaba las calles lo aclamaba y vitoreaba de forma enfervorecida.

Entre aquel gentío había un viandante que se desgañitaba gritando una y otra vez:

- ¡Viva don Alfonso! ¡Viva don Alfonso! ¡Viva don Alfonso!

Otro de los asistentes al evento, al verlo vociferar de semejante forma, no pudo menos que decirle:

- Va usted a quedarse ronco.

A lo que el interpelado contestó:

- ¡Que va! Más grité cuando echamos a su madre.

 

Pues eso, que los españoles somos igual de afanosos y propensos tanto para vitorear como para abuchear a las mismas personas o instituciones, según nos da el aire o nos afectan las circunstancias.

Y esto viene a que, al menos a mí, nunca me convencieron ni me gustaron los aplausos a las ocho de la tarde. Esos aplausos que cuando se decretó el confinamiento se daban desde los balcones en parte como homenaje a los profesionales sanitarios y en parte como desahogo del  personal.

Y no me acababan de convencer, en primer lugar, porque siempre me parecieron una mezcla de expresión del miedo de la gente, (más que de agradecimiento), de sobreactuación y de postureo. Y por otra parte porque, como ya peino bastantes canas y tengo una larga vida profesional a mis espaldas, sé de que pie cojea nuestra sociedad. Y nunca me cupo la menor duda de que con el tiempo los aplausos y las ovaciones se acabarían convirtiendo en abucheos y en recriminaciones. Y por desgracia no me equivocaba.

Sí, ya sé que la mayoría de las personas lo hacían de corazón, y que realmente agradecían y siguen agradeciendo, el esfuerzo que hicieron y que hacen múltiples profesionales, no solo sanitarios, para protegernos, para cuidarnos a todos y para intentar acabar con esta pandemia que ya lleva más de dos años amargándonos la vida. Pero es que ya entonces, al comienzo de todo, empezaban a oírse voces discordantes, y no solo de negacionistas o conspiranoicos, que acusaban a los sanitarios de “estar muy subiditos”, de pretender instaurar una “dictadura sanitaria” sobre la población y de formar parte de una conspiración mundial para controlar la sociedad, para cambiar el orden mundial e incluso para cometer un genocidio contra la humanidad. Y eso sin contar con las amenazas más o menos encubiertas, mediante mensajes anónimos de “buenos” vecinos y hasta con pintadas en los coches, que recibieron bastantes compañeros en las que se les “recomendaba” abandonar sus viviendas para no contagiar a la comunidad.

Y desde el fin de los aplausos todas esas recriminaciones y acusaciones se han ido incrementando y multiplicando, y cada vez va habiendo más personas que las secundan, o que les ríen las gracias a los que las lanzan. Sobre todo en determinadas redes sociales y conforme han ido pasando los meses sin que acabara de llegar la prometida y cacareada nueva normalidad.

Esas recriminaciones y acusaciones son en muchos casos el resultado del cansancio pandémico, del estrés y del sufrimiento que ha padecido toda la sociedad. Porque cuando las cosas van mal dadas todos queremos encontrar culpables. Pero también son consecuencia de toda una serie de sentimientos de envidia y de rencor, hacia los profesionales sanitarios en general y hacia los médicos en particular, que vienen de muy atrás. Y es que todavía se nos ve a los médicos como a unos individuos prepotentes, autoritarios, privilegiados y supuestamente poseedores de unas prebendas de las que no se nos considera merecedores.

Pero el caso es que los sanitarios, salvo raras excepciones, hace tiempo que no somos una casta favorecida ni pudiente, ni formamos parte del poder fáctico de los pueblos junto con el cura, el alcalde y el cabo de la guardia civil. Apenas somos trabajadores de la salud, cuando no “los criados que curan”. Hace tiempo que sufrimos la explotación laboral y los contratos precarios, igual que múltiples sectores de nuestra sociedad. Hace mucho que nuestras jornadas de trabajo se han ido prolongando y nuestros salarios disminuyendo, al igual que el de otros muchos empleados públicos o privados. Pero es que además parece que no tenemos derecho a protestar porque, al fin y al cabo, lo hacemos todo por  “vocación”, aunque estemos tan agotados y afectados por esta pandemia como el que más. Porque si la sociedad está harta, nosotros no lo estamos menos. Y en el caso de muchos compañeros, además de hartos, estamos agotados y sobrepasados. Hartos y cansados de mantener a flote, a costa de nuestro esfuerzo, de nuestro tiempo libre y de nuestras familias, un sistema que ya hacía aguas antes de que apareciera el cansino virus y que ahora parece hundirse sin remedio.

Y sí, entre los sanitarios y entre los médicos hay de todo, como entre el resto de la ciudadanía, los hay valientes y los hay cobardes, los hay competentes y los hay ineficaces, los hay abnegados y los hay sinvergüenzas. Pero por suerte hace tiempo que ya no poseemos, si es que alguna vez los tuvimos, los medios para manipular ni para gobernar a la sociedad. Además que por nuestra idiosincrasia somos incapaces de organizarnos ni de unirnos para nada, ni siquiera para pelear por nuestros derechos laborales o retributivos. Cuanto menos para formar parte de una conspiración mundial que pretende dominar y controlar el mundo.

Los sanitarios solo somos personas. No somos dioses, pero tampoco somos esclavos de nadie. No necesitamos que nos aplaudan ni que nos adoren, pero tampoco que nos traten como a felpudos “porque es nuestra obligación, nuestra vocación y nuestro trabajo”.

Así que gracias por los aplausos, pero en el fondo mejor que no nos los hubieran dado nunca. Mejor hubiera sido que en su lugar nuestros gobernantes, nuestros gerentes y nuestra sociedad en su conjunto se hubieran preocupado un poco más por mejorar la sanidad en general y la atención primaria en particular. O al menos por no dejar que se fuera al traste. Mejor nos hubiera ido a todos.

Lo de llamarnos “asesinos” ya lo dejamos para otro día. 


Publicado por Balder

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