Cuentan,
tanto Homero en la Odisea como Virgilio en la Eneida, entre otros, que los
troyanos, domadores de caballos, se sentían muy seguros tras las gruesas
murallas de su ciudad. No era para menos pues esas defensas los habían
protegido de los asaltos de los aqueos, de hermosas grebas, a lo largo de los
diez largos años que venía durando la guerra de Troya. Y tan seguros y
confiados estaban que no dudaron en introducir en su ciudad el caballo de
madera que, en su aparente huida, habían dejado abandonado los belicosos griegos.
Y en torno al mismo celebraron su supuesta victoria con una magna fiesta,
bailaron y se emborracharon. Mas, cuando llegó la negra noche, el vientre del
equino alumbró un grupo de melenudos aqueos de broncíneas corazas que, tras
matar a los centinelas, abrieron las puertas de la sagrada Troya a los
ejércitos helenos que se apresuraron a asolar la ciudad, asesinar a los
troyanos, saquear sus posesiones, esclavizar a los supervivientes, y arrasar e
incendiar cuanto encontraron a su paso. Sin clemencia y sin piedad alguna.
Y
algo así ha sucedido a lo largo de los tiempos en incontables ocasiones.
La
historia nos cuenta como pueblos que se creían inexpugnables y perfectamente
resguardados tras sus murallas, tras sus ejércitos, tras su civilización o tras
su superioridad moral, fueron aplastados y destruidos por otras gentes, por
catástrofes naturales, o por su propia desidia, mientras ellos se dedicaban
indolentes a la “dolce far niente”. Y desde Troya a Sarajevo, de Constantinopla
a Tenochtitlan, de Atlanta a Alejandría y de Samarcanda a Pekín, la humanidad
ha contemplado como las supuestas seguridades y las defensas invulnerables eran
aplastadas y como sus ciudadanos eran conquistados, esclavizados o
destruidos. Y luego, tras la catástrofe
y la devastación, siempre surgieron, en medio del dolor y de la angustia por
todo lo perdido, las mismas preguntas: ¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿Cómo
no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando? Y sobre todo ¿Cómo no pudimos
evitarlo?
Y
es que los seres humanos tenemos tendencia a creernos invulnerables, a
imaginarnos estabilidades ficticias a prueba de cualquier mal propio o ajeno, y
a soñar que nuestra civilización es inquebrantable y que puede someter y vencer
a las leyes de la naturaleza y a nuestra infame condición de depredadores de
nosotros mismos.
Luego,
un triste virus, un volcán rugiente, una furgoneta acelerando en unas ramblas,
un avión estrellándose contra un rascacielos, o cualquier “hostis ad portas”
arrasando nuestras fronteras y ultrajando nuestra paz, nos hace despertar de
nuestros sueños, nos derriba del pedestal de nuestra prepotencia, y nos hace
ser conscientes de nuestra propia fragilidad y la de la sociedad en la que
vivimos, eso sí, a costa de cientos, de miles, o de millones de muertos.
Y
así seguimos una vez más. Alegres y confiados camino del abismo mientras debatimos
sobre el sexo de los ángeles, preparamos el baile benéfico de temporada, o nos peleamos
por quien debe de ocupar el cargo de jefe de la oposición.
En la Segunda Guerra Mundial, otra etapa de la historia que nos hizo ser conscientes de la debilidad de nuestras seguridades y de la de nuestro mundo, a las bombas convencionales se las llamaba “revientamanzanas”. Y es que una bomba rellena de veinte toneladas de TNT era capaz de reventar una manzana de casas de una gran ciudad, como pudieron comprobar los londinenses primero y los berlineses después. Pues bien, todas las bombas lanzadas en todas las ciudades del mundo, a todo lo largo de la Segunda Guerra Mundial, sumaron unos dos millones de toneladas de TNT, dos megatones. Dos megatones que es la energía que libera una bomba termonuclear más bien pequeña. Toda la destrucción de la segunda guerra mundial concentrada en una bomba termonuclear del montón. Y se calcula que entre EEUU y Rusia poseen actualmente al menos unas doce mil ojivas nucleares. O sea unas doce mil segundas guerras mundiales concentradas. Eso sin contar las que tienen el Reino Unido, Francia, China, India, Paquistán, Corea del Norte e Israel.
Tras
el fin de la guerra fría habíamos relegado al olvido el miedo a un holocausto
nuclear. Pero los recientes acontecimientos nos lo están haciendo recordar de
nuevo. Al menos a algunos de nosotros.
Si,
Dios no lo quiera, las dos grandes potencias decidieran utilizar su armamento
nuclear en una orgía autodestructiva, se calcula que morirían más de mil
millones de personas en todo el mundo de forma inmediata como consecuencia de
las explosiones, de las ondas expansivas y de fuego y de la radiación. Es lo
que les sucedería a todos los que se encontraran a menos de 15-20 kilómetros de
cada uno de los lugares donde impactaran las bombas. Esos serían los
afortunados. Otros cinco mil millones de personas morirían en los siguientes
días como consecuencia de las quemaduras, de las heridas y de la radiación
recibida. El resto tendrían que sufrir incendios masivos y devastadores,
lluvias radioactivas, el aumento de la radiación ultravioleta por la
destrucción de más del 50% del ozono atmosférico, nubes de polvo que ocultarían
la luz del sol durante meses, y un invierno nuclear que haría bajar
drásticamente las temperaturas. Todo ello acabaría con el fitoplancton, con la
mayoría de los vegetales, y con ello con la cadena trófica, lo que ocasionaría
una enorme mortandad entre los seres vivos que hubieran sobrevivido hasta
entonces. Por si esto fuera poco, luego vendrían los tumores y las enfermedades
causadas por la radioactividad, por la radiación ultravioleta y por el
consecuente debilitamiento de los sistemas inmunitarios. Y con ellos las plagas
de insectos y de gérmenes mutados y la hambruna generalizada. Posteriormente
tendríamos la zozobra de ver niños nacidos muertos y malformados, las
mutaciones ocasionadas por la radioactividad, y con ellas un sinnúmero de
nuevas enfermedades. Y todo acompañado por la agonía y el dolor inconsolable
por las personas mutiladas y ciegas, por los seres queridos fallecidos, y por
la destrucción de nuestra civilización y de nuestro mundo. Y sobre todo por la
terrible angustia de saber que todo eso se podía haber evitado y que no lo
habíamos hecho.
Es
muy probable que tras la guerra nuclear, los contendientes no solo consiguieran
derrotar y exterminar a su adversario, sino a toda la humanidad y con ella a la
mayoría de los seres vivos sobre la Tierra.
A
lo largo de los últimos años hemos ignorado, o por mejor decir, no hemos
querido recordar el infierno atómico sobre el que descansa nuestro mundo.
Un infierno que puede ser desatado en
cualquier momento por cualquier fanático dirigente mundial escudándose en la defensa
de “las libertades” y de “la seguridad” de su propio pueblo.
Siempre
ha habido pueblos que pagaron muy caro el vivir de espaldas a los peligros que
les acechaban y frente a los que se creían invulnerables. El problema es que
ahora, desde que robamos el fuego de los dioses en forma del secreto de la
fusión del átomo, los prepotentes y soberbios insensatos somos toda la
humanidad.
Pero
es que no solo estamos acechados por el peligro de un holocausto nuclear, sino
también por los fanatismos que cultivamos, por la explotación salvaje e
indiscriminada de la naturaleza y de las materias primas, por la tecnificación
deshumanizada de nuestra vida y por nuestra dependencia extrema de las nuevas
tecnologías, y por la carrera galopante hacia nuestra autodestrucción en tantos
campos de nuestra cotidianidad.
Somos
como los troyanos ebrios de gozo y vino que bailaban inconscientes en torno a
la que iba a ser la causa de su perdición.
Así
que, por muy altas, poderosas y seguras que nos parezcan nuestras murallas, no podemos
olvidar que siempre habrá ante nuestras puertas un caballo de madera repleto de
aqueos de hermosas grebas dispuestos a asaltarnos, a introducirse en nuestras
vidas, a asolar nuestros hogares y a destruir nuestro futuro.
Publicado por Balder
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