domingo, 27 de febrero de 2022

De la caída de Troya y los caballos de madera

 

Cuentan, tanto Homero en la Odisea como Virgilio en la Eneida, entre otros, que los troyanos, domadores de caballos, se sentían muy seguros tras las gruesas murallas de su ciudad. No era para menos pues esas defensas los habían protegido de los asaltos de los aqueos, de hermosas grebas, a lo largo de los diez largos años que venía durando la guerra de Troya. Y tan seguros y confiados estaban que no dudaron en introducir en su ciudad el caballo de madera que, en su aparente huida, habían dejado abandonado los belicosos griegos. Y en torno al mismo celebraron su supuesta victoria con una magna fiesta, bailaron y se emborracharon. Mas, cuando llegó la negra noche, el vientre del equino alumbró un grupo de melenudos aqueos de broncíneas corazas que, tras matar a los centinelas, abrieron las puertas de la sagrada Troya a los ejércitos helenos que se apresuraron a asolar la ciudad, asesinar a los troyanos, saquear sus posesiones, esclavizar a los supervivientes, y arrasar e incendiar cuanto encontraron a su paso. Sin clemencia y sin piedad alguna.

Y algo así ha sucedido a lo largo de los tiempos en incontables ocasiones.

La historia nos cuenta como pueblos que se creían inexpugnables y perfectamente resguardados tras sus murallas, tras sus ejércitos, tras su civilización o tras su superioridad moral, fueron aplastados y destruidos por otras gentes, por catástrofes naturales, o por su propia desidia, mientras ellos se dedicaban indolentes a la “dolce far niente”. Y desde Troya a Sarajevo, de Constantinopla a Tenochtitlan, de Atlanta a Alejandría y de Samarcanda a Pekín, la humanidad ha contemplado como las supuestas seguridades y las defensas invulnerables eran aplastadas y como sus ciudadanos eran conquistados, esclavizados o destruidos.  Y luego, tras la catástrofe y la devastación, siempre surgieron, en medio del dolor y de la angustia por todo lo perdido, las mismas preguntas: ¿Cómo hemos podido llegar a esto? ¿Cómo no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando? Y sobre todo ¿Cómo no pudimos evitarlo?

Y es que los seres humanos tenemos tendencia a creernos invulnerables, a imaginarnos estabilidades ficticias a prueba de cualquier mal propio o ajeno, y a soñar que nuestra civilización es inquebrantable y que puede someter y vencer a las leyes de la naturaleza y a nuestra infame condición de depredadores de nosotros mismos.

Luego, un triste virus, un volcán rugiente, una furgoneta acelerando en unas ramblas, un avión estrellándose contra un rascacielos, o cualquier “hostis ad portas” arrasando nuestras fronteras y ultrajando nuestra paz, nos hace despertar de nuestros sueños, nos derriba del pedestal de nuestra prepotencia, y nos hace ser conscientes de nuestra propia fragilidad y la de la sociedad en la que vivimos, eso sí, a costa de cientos, de miles, o de millones de muertos.

Y así seguimos una vez más. Alegres y confiados camino del abismo mientras debatimos sobre el sexo de los ángeles, preparamos el baile benéfico de temporada, o nos peleamos por quien debe de ocupar el cargo de jefe de la oposición.

 

En la Segunda Guerra Mundial, otra etapa de la historia que nos hizo ser conscientes de la debilidad de nuestras seguridades y de la de nuestro mundo, a las bombas convencionales se las llamaba  revientamanzanas. Y es que una bomba rellena de veinte toneladas de TNT era capaz de reventar una manzana de casas de una gran ciudad, como pudieron comprobar los londinenses primero y los berlineses después. Pues bien, todas las bombas lanzadas en todas las ciudades del mundo, a todo lo largo de la Segunda Guerra Mundial, sumaron unos dos millones de toneladas de TNT, dos megatones. Dos megatones que es la energía que libera una bomba termonuclear más bien pequeña. Toda la destrucción de la segunda guerra mundial concentrada en una bomba termonuclear del montón. Y se calcula que entre EEUU y Rusia poseen actualmente al menos unas doce mil ojivas nucleares. O sea unas doce mil segundas guerras mundiales concentradas. Eso sin contar las que tienen el Reino Unido, Francia, China, India, Paquistán, Corea del Norte e Israel.

Tras el fin de la guerra fría habíamos relegado al olvido el miedo a un holocausto nuclear. Pero los recientes acontecimientos nos lo están haciendo recordar de nuevo. Al menos a algunos de nosotros.

Si, Dios no lo quiera, las dos grandes potencias decidieran utilizar su armamento nuclear en una orgía autodestructiva, se calcula que morirían más de mil millones de personas en todo el mundo de forma inmediata como consecuencia de las explosiones, de las ondas expansivas y de fuego y de la radiación. Es lo que les sucedería a todos los que se encontraran a menos de 15-20 kilómetros de cada uno de los lugares donde impactaran las bombas. Esos serían los afortunados. Otros cinco mil millones de personas morirían en los siguientes días como consecuencia de las quemaduras, de las heridas y de la radiación recibida. El resto tendrían que sufrir incendios masivos y devastadores, lluvias radioactivas, el aumento de la radiación ultravioleta por la destrucción de más del 50% del ozono atmosférico, nubes de polvo que ocultarían la luz del sol durante meses, y un invierno nuclear que haría bajar drásticamente las temperaturas. Todo ello acabaría con el fitoplancton, con la mayoría de los vegetales, y con ello con la cadena trófica, lo que ocasionaría una enorme mortandad entre los seres vivos que hubieran sobrevivido hasta entonces. Por si esto fuera poco, luego vendrían los tumores y las enfermedades causadas por la radioactividad, por la radiación ultravioleta y por el consecuente debilitamiento de los sistemas inmunitarios. Y con ellos las plagas de insectos y de gérmenes mutados y la hambruna generalizada. Posteriormente tendríamos la zozobra de ver niños nacidos muertos y malformados, las mutaciones ocasionadas por la radioactividad, y con ellas un sinnúmero de nuevas enfermedades. Y todo acompañado por la agonía y el dolor inconsolable por las personas mutiladas y ciegas, por los seres queridos fallecidos, y por la destrucción de nuestra civilización y de nuestro mundo. Y sobre todo por la terrible angustia de saber que todo eso se podía haber evitado y que no lo habíamos hecho.

Es muy probable que tras la guerra nuclear, los contendientes no solo consiguieran derrotar y exterminar a su adversario, sino a toda la humanidad y con ella a la mayoría de los seres vivos sobre la Tierra.

A lo largo de los últimos años hemos ignorado, o por mejor decir, no hemos querido recordar el infierno atómico sobre el que descansa nuestro mundo. Un  infierno que puede ser desatado en cualquier momento por cualquier fanático dirigente mundial escudándose en la defensa de “las libertades” y de “la seguridad” de su propio pueblo.

Siempre ha habido pueblos que pagaron muy caro el vivir de espaldas a los peligros que les acechaban y frente a los que se creían invulnerables. El problema es que ahora, desde que robamos el fuego de los dioses en forma del secreto de la fusión del átomo, los prepotentes y soberbios insensatos somos toda la humanidad.

Pero es que no solo estamos acechados por el peligro de un holocausto nuclear, sino también por los fanatismos que cultivamos, por la explotación salvaje e indiscriminada de la naturaleza y de las materias primas, por la tecnificación deshumanizada de nuestra vida y por nuestra dependencia extrema de las nuevas tecnologías, y por la carrera galopante hacia nuestra autodestrucción en tantos campos de nuestra cotidianidad.

Somos como los troyanos ebrios de gozo y vino que bailaban inconscientes en torno a la que iba a ser la causa de su perdición.

Así que, por muy altas, poderosas y seguras que nos parezcan nuestras murallas, no podemos olvidar que siempre habrá ante nuestras puertas un caballo de madera repleto de aqueos de hermosas grebas dispuestos a asaltarnos, a introducirse en nuestras vidas, a asolar nuestros hogares y a destruir nuestro futuro.


Publicado por Balder

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario