De niño, y de no tan niño, leía libros y comics o
veía series y películas que vaticinaban un futuro, más o menos cercano, en el
que nos desplazábamos en coches voladores hasta la oficina, teníamos colonias
en la Luna y en Marte, y veraneábamos en los anillos de Saturno o en las playas
subterráneas de Ganimedes.
Y lo curioso del caso es que esos futuros se nos
presentaban al mismo tiempo, lo suficientemente alejados de nuestra
cotidianidad para contemplarlos como posibles, pero lo suficientemente cercanos
como para estar a tiro de una vida humana.
Y así esos acontecimientos futuristas sucedían en
fechas tales como 1999, 2001, 2015, 2020 o 2062. Y de esa forma, los niños y
jóvenes de finales del siglo XX, nos imaginábamos de adultos en el siglo XXI
vestidos con trajes plateados o dorados, viviendo en edificios suspendidos en
el aire, y decidiendo en que parte del sistema solar pasaríamos el siguiente
puente festivo.
Vislumbrábamos un porvenir benévolo y tecnológico en
el que la humanidad había derrotado a muchos de los males que la aquejaban en
aquellos últimos años del siglo pasado, y que por desgracia y a pesar de todos
esos buenos augurios, nos siguen afligiendo en la actualidad.
También he de decir que había otros cenizos que
presagiaban, aproximadamente para las mismas fechas, apocalipsis mundiales de
toda clase y condición, así como futuros oscuros, radioactivos o polvorientos.
Futuros donde lo mismo Los Ángeles se convertía en una prisión de alta
seguridad para los que fumaban o comían carnes rojas, como los escasos
supervivientes de la consabida catástrofe, acabábamos peleándonos por la última
lata de gasolina o por una caja de galletas de dudosa procedencia.
Comprenderéis que yo prefiriera los futuros amables y
bondadosamente tecnológicos.
El problema surgió cuando esas fechas fueron llegando
y descubrimos que ni teníamos monopatines voladores, ni había barcos a Venus y
ni tan siquiera autobuses a la Luna. Y las ilusiones, junto con la inocencia de
nuestra infancia, se fueron esfumando.
Y aunque hubo otras fechas que fueron pasando sin que
se hicieran realidad esos dichosos futuros pronosticados, la que supuso mi
epifanía fue 2001. La película que aludía a esa fecha, “2001 una odisea en el
espacio”, ni siquiera es una de mis películas favoritas, a pesar de la historia
inquietante que cuenta, de sus imágenes sugerentes y casi psicodélicas, del
maravilloso encaje de la música clásica en determinadas escenas, o de sus
revolucionarios efectos especiales. Pero supongo que fue el ver cumplirse esa
fecha y descubrirme a mí mismo, ya con una edad, y con una vida bastante menos
“supersónica” de lo augurado, y en un tiempo en el que gran parte de los
proyectos espaciales mundiales estaban, o cancelados, o exasperadamente
ralentizados, lo que me hizo caer de la
moto jet, (o de la burra), y lo que me hizo comprender que ya nunca vería salir
Saturno por el horizonte de Titán, ni volaría en ralis por el cinturón de
asteroides, y que ni tan siquiera podría subir a la estación espacial para contemplar la Tierra desde el espacio. El futuro había llegado, pero con él no se habían
presentado ninguna de las maravillosas promesas predichas en las series, en las
películas o en las historietas de mi infancia.
Y aunque estoy seguro que todas esas cosas llegarán,
y que algún día los seres humanos harán realidad nuestros sueños, no será tan
pronto como esperábamos, o como muchos de los de mi generación hubiéramos
deseado.
Así que aquí estoy, añorando todos esos mundos
utópicos y maravillosos de extraordinarios descubrimientos, de épicos viajes y
de enormes conquistas que nunca acabaron por llegar. Por lo menos a día de hoy.
Por fortuna las distopias y los apocalipsis
pronosticados tampoco han llegado, y no se han cumplido los vaticinios de los
agoreros… O al menos eso espero.
Publicado por Balder
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