A veces necesito decirte que la vida se vuelve insoportable. Que en cualquier instante el mundo se derrumbará a mí alrededor y que no solo no podré evitarlo sino que me alegraré mientras tanto, porque una vez llegados al final ya solo queda un tiempo infinito de reencuentro, sosiego y descanso. Pero entonces me giro lentamente en el sofá para compartir contigo mis pensamientos y descubro que ya no estás y que el mundo para mí se derrumbó hace mucho tiempo, en el instante mismo en que deje de ver tu barco en la línea del relampagueante horizonte de un mes de febrero cualquiera, un año cualquiera, hace ya una eternidad.
El sofá, como mi alma, permanece
vacío desde entonces.
El sofá de Catalina la Grande como
te gustaba llamarlo.
A veces, cuando regreso a casa
después de caminar bajo la lluvia, empapada por el agua salada que el viento
empuja desde el mar, miró el sofá esperando encontrarte recostado en él y el
golpe de tu ausencia aun hoy, treinta años después, sigue noqueándome,
arrojándome contra la puerta de entrada, ahogada en un llanto a veces
silencioso y a veces desgarrador; me dejo caer al suelo y mientras todo lo que
queda de mí se ovilla contra la madera y la piedra que me aíslan del exterior
miro fijamente el sofá y el fuego de la chimenea, y te añoro más que nunca, de
un modo imposible y devastador.
Viajamos a Rusia en aquel otoño de
1985, Mijaíl Gorbachov acaba de ser nombrado Secretario General del PCUS.
Atesoro los recuerdos de aquel viaje con la vana esperanza de que sean los
penúltimos en abandonarme antes del vacío final. Me llevaste a Pushkin, al Palacio Peterhof. Me quedé prendada de aquel sofá. Enorme,
gigante para contener toda la majestad de la regia Catalina. Aún hoy si cierro
los ojos puedo sentir tu mano rodeando la mía y evocar con absoluta nitidez en
olor del pequeño salón y los colores brillantes de su tapicería azul con sus delicados bordados de plantas y aves.
Te quedaste en Madrid mientras yo
regresaba a Compostela, llevándome conmigo la angustia que siempre llenaba
nuestras despedidas, el miedo insoportable a que no hubiera un mañana, un reencuentro
más. Sentada durante horas en aquel tren oscuro y ruidoso intentaba grabar a
fuego en la memoria cada instante del viaje, atrapar los olores, los sabores,
los sonidos, los colores pero sobre todo el tacto de tu piel que se me antojaba
más real e intenso que nunca entre los rincones de aquel San Petersburgo que ya
nunca más volvería a ser como entonces.
Volví durante unos meses a la vida
monótona de estudiante perezoso, a los amaneceres de calles mojadas y olor a
pan recién horneado en los que tú no estabas. A no saber en qué mundos andarías
perdido y a añorar el sabor a mar y madera de tu piel.
No recuerdo si vi primero el humo
saliendo por la chimenea de piedra, o si percibí el olor tan característico que
desprende la madera húmeda cuando comienza a arder. Me paré un instante al
borde de los acantilados, observando desde la distancia las volutas grises que
ascendían desafiantes bajo la llovizna intermitente, aspiré el olor del retorno
a casa, a la piedra dura de los acantilados, al sonido de la rompiente y al
bosque umbrío que nos envuelve, pero sobre todo a tu piel y a tu alma, a mi
hogar.
El sofá me recibió nada más entrar
con su magnífica presencia, parecía llenar por completo la estancia, la seda
había dejado paso al lino rústico teñido de azul, los delicados bordados
estaban allí, brillantes, luminosos, dibujando caprichosos guiños al reflejar
los destellos del fuego.
Me eché a llorar.
“Los bordados no durarán” recuerdo
que te dije.
“Eso espero- dijiste- ¿Por qué
habrían de durar ellos si nosotros somos perecederos?”
Pero el sofá y los bordados nos
sobrevivirán. Recordarán cuando yo ya haya olvidado, seguirán ahí cuando otras
personas vengan a ocupar o desocupar nuestra casa. Otras personas con otras
vidas, que no sabrán que desde ese sofá me
llevaste a Bomarzo, lloramos frente al jardín desolado de los
Finzi-Contini y cada aniversario de Rosalía leímos a medias un poema elegido al
azar. Juntos recorrimos mundos literarios
a veces como invitados el uno del otro y a veces como insaciables investigadores
de territorios vírgenes para los dos.
Desde este sofá volvimos una y mil
veces a Manderley y acurrucados en la chaise longue vivimos el terror casi
inhumano que transmite la sombra de Béla Lugosi sobre la pared de la escalera.
Escuchamos nuestra música favorita
y planeamos lugares futuros a los que viajar. Desplegamos velas hacia una vida
que en el fondo de nuestras almas los dos sabíamos que nunca se haría realidad.
En este sofá nos reímos y lloramos,
nos amamos, nos gritamos... dejamos sobre él escrita una parte importante de
nuestra historia, de la imaginaria y de la real. No he dejado de hacerlo desde que tú te has
ido, no he dejado de construir sueños e ilusiones aunque sé a ciencia cierta
que nunca se harán realidad.
A pesar de todo, esta noche, cuando
consiga levantarme del suelo, de este rincón oscuro y húmedo entre las
escaleras y la puerta, cuando me seque el agua de la lluvia, haré un café
caliente, encenderé la chimenea con la madera algo húmeda y me sentaré en el sofá;
y antes de dormirme y caer en esa oscuridad serena y tranquilizadora, soñaré
contigo una vez más y al cerrar los ojos me aferraré con todas mis fuerzas a un
último anhelo. Deseo de todo corazón morir un segundo antes de olvidar.
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