Estoy
hasta los mismísimos de que nos quieran lobotomizar la historia. Porque los
españoles somos muchas cosas. Unas buenas y otras no tanto. Pero somos lo que
somos porque fuimos lo que fuimos. Y estoy apenado, desilusionado, horrorizado,
pero sobre todo harto de que toda una serie de políticos impresentables,
mezquinos, arribistas y analfabetos, de toda clase, color y condición, hayan conseguido
que las nuevas generaciones ignoren gran parte de nuestra historia. Una
historia que es a ratos triste, a ratos oscura y a ratos heroica, pero que es
la nuestra.
Y ya no es que “un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”, que también, es que si desconocemos u olvidamos lo que nos sucedió, lo que hicimos y lo que fuimos, estaremos desarmados ante lo que nos pueda suceder, ante lo que nos quieran hacer y, sobre todo, ante lo que podemos llegar a ser como pueblo, como país, como colectivo, o como cuernos nos queramos llamar ahora.
Y
todos estos exabruptos mentales vienen a que recientemente he descubierto con
asombro que unos cuantos de mis compañeros, algunos años más jóvenes que yo,
pero personas con formación universitaria y muy preparados y competentes en lo
suyo, no tenían ni repajolera idea de lo que se conmemora el 2 de Mayo. Y se me
ha caído el alma a los pies.
Ya
estaba empezando a acostumbrarme y a asumir que diferentes grupos de gilipollas
intentaran cambiar o borrar parte de nuestra historia por diferentes motivos
codiciosos, mezquinos o partidistas. Pero es que lo del 2 de Mayo ha sido la
gota que ha colmado el vaso.
Porque
lo que sucedió el 2 de Mayo de 1808, y la guerra que se desencadenó después, al menos en parte, a raíz del
mismo, muestran la esencia de lo que somos los españoles y de lo que somos
capaces de hacer, para bien y para mal. Y quizá sea el paradigma más nítido de
la historia de nuestra triste España.
Así
que, sin pretender solucionar las carencias del sistema educativo de los últimos
cuarenta años, quiero poner mi granito de arena para conservar nuestra memoria,
y contar parte de lo que sé de aquel, no tan lejano día. Y quizá en el futuro
hasta me anime con otros sucesos de los que les acontecieron a nuestros
antepasados.
El
caso es que en aquel 2 de Mayo de 1808 los españoles andábamos como siempre,
a la gresca, porque es lo que nos toca, y porque siempre hemos sido así.
Acababa de acontecer el motín de Aranjuez, en el que unas disputas familiares
en palacio habían desembocado en la expulsión del gobierno, literalmente a
palos, del macarra que nos gobernaba y que se trajinaba a la reina, un tal
Godoy, y en la abdicación de Carlos IV en su hijo, Fernando VII, que merece su
propio relato, además de una patada en salva sea la parte, por felón, por
imbécil y por malo.
Y
el bobalicón de Carlos IV, pasmado porque su propio hijo hubiera sido capaz de
despojarle de “su trono”, pidió ayuda a Napoleón para que lo volviera a reponer
en el mismo. Así que el emperador francés, que no se hacía idea del fregado en
el que se metía, aprovechando que tenía medio ejército desplegado en la
península con la excusa de tomar Portugal, decidió, por el mismo precio,
quedarse con el trono español, destituir a los Borbones, e imponernos por
imperial decreto una constitución liberal y las libertades que no teníamos, y
por rey a su propio hermano, José I, que lo cierto es que apuntaba buenas
maneras. Pero ya sabéis cómo somos los españoles, que si despreciamos con
desdén lo nuestro, aún más lo hacemos con lo que nos quieren imponer de fuera,
por muy bueno que parezca.
El
caso es que Napoleón se fue llevando con diferentes escusas a toda la familia
real a Bayona para ofrecerles un exilio de lujo, tipo Abu Dabi pero a la
francesa. Y cuando los madrileños que se hallaban concentrados ante el palacio
real, y con la mosca detrás de la oreja, vieron que los gabachos se iban a
llevar al infante Francisco de Paula, a la sazón el último miembro de la
familia real que permanecía en Madrid, gritaron “¡Que nos lo llevan!”, y se lio parda.
Los
franceses estaban acostumbrados a que en otras capitales europeas pegaban cuatro tiros, ahuyentaban al gentío, y el pueblo, sin dirigentes y
acojonado, se plegaba a las circunstancias y ya no daba más la lata. Así que el
batallón que se hallaba de guardia en palacio, junto con dos piezas de
artillería allí dispuestas, dispararon contra la multitud intentado dispersar
el tumulto que se estaba organizando. Pero no contaban con cómo somos los españoles, siempre dispuestos a
acuchillarnos unos a otros por unas tierras, por unas ideas o por unas
elecciones autonómicas, y al mismo tiempo capaces de unirnos como una piña para reventarle la cabeza si es preciso a cualquiera de fuera que pretenda
interferir en nuestras “fiestas”, o si juega la selección nacional, a
cualquiera que sea del equipo contrario.
El
caso es que los disparos de los soldados franceses en lugar de acojonar al
pueblo y de sofocar el alboroto que se estaba montando, desencadenaron una
auténtica sublevación popular. Ya os podéis imaginar, “oye que esos cabrones le
han dado a Pepe”, o “me han matado a Manolo”… “¡Se van a enterar ahora esos
hijos de puta!”
Y
unos cuantos madrileños y madrileñas, fundamentalmente los más humildes, hartos
de la chulería de la soldadesca francesa, de que les violentaran a las hijas,
de que no pagaran lo que consumían por la cara, o de que simplemente fueran
unos prepotentes gabachos fanfarrones, se echó a la calle, y armados de
navajas, macetas, trabucos, y sobre todo de dignidad herida, pusieron mirando a
cuenca a buena parte de las sorprendidas tropas francesas que ocupaban la
población y que no se esperaban el arrebato. Demostrando, doscientos años antes
de Faluya, que el mejor ejército del mundo podía ser puesto en brete por un
grupo de desharrapados civiles cabreados.
Y
solos, sin el apoyo de sus gobernantes ni de la mayor parte del ejército
español, que estaba acuartelado y sin munición, dieron una lección de pundonor
y de decencia al mundo; aunque también de fanatismo.
El
caso es que, de forma espontánea e improvisada, unos cuatro mil madrileños,
hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y hasta niños, se batieron durante todo
aquel día contra unos treinta mil soldados franceses mandados por el mariscal
Murat, héroe de la revolución, futuro rey de Nápoles, y cuñadísimo del
emperador. Y resistieron al avance y a las cargas francesas mucho mejor y por
mucho más tiempo de lo que el orgulloso mariscal francés hubiera imaginado,
especialmente en la puerta de Toledo, en la puerta del Sol y en el Parque de
Artillería de Monteleón. Los sublevados siguieron luchando durante toda la
jornada utilizando cualquier cosa que les sirviera de arma, piedras, tejas, palos, macetas, cuchillos de cocina, tijeras, agujas de coser, cachicuernas, y hasta
algún que otro trabuco y escopeta de caza. Y obligaron a las tropas de élite
del ejército invasor, mamelucos, coraceros y dragones, perfectamente equipados,
a desplegar toda su eficacia y crueldad contra aquella multitud enardecida,
pero prácticamente desarmada.
Eso
sí, entre los cuatro mil sublevados estaba lo mejor de cada casa, maleantes de
los barrios bajos, jaques, chulapos, manolas, mendigos, rufianes, chisperos,
gente humilde, y en general todo aquel que no tenía nada que perder. Hasta
había entre ellos un grupo de unos cincuenta presos de la Cárcel Real de Madrid
que pidieron permiso al director para abandonar la trena y unirse a la fiesta,
y que, como buenos hombres de palabra, tras acuchillar, degollar y destripar a cuanto
gabacho pillaron por banda, y salvo los muertos en combate, y uno solo que
decidió aprovechar el evento para fugarse, se presentaron todos a la mañana
siguiente en la cárcel, para seguir cumpliendo con su condena, y para librarse
de la represión francesa, que lo cortés no quita lo pragmático.
Y
entre los sublevados apenas hubo un centenar de militares, incluidos los
capitanes Daoíz y Velarde, que en el cuartel de artillería de Monteleón, con
cuatro cañones, unos cuarenta soldados y unos ciento veinte paisanos armados,
resistieron durante tres horas los asaltos de más de dos mil soldados
franceses.
Y
a lo largo de esas veinte largas horas se sucedieron toda clase sucesos
heroicos y terribles. Acuchillamientos, cargas, sablazos, caballos
desjarretados, soldados descalabrados y paisanos ajusticiados. Cualquiera que
tenga curiosidad solo tiene que leerse o “el 19 de Marzo y el 2 de Mayo” de
Galdós, o “Un día de cólera” de Pérez-Reverte, o contemplar los cuadros de Goya
“La carga de los mamelucos” o “Los fusilamientos del tres de mayo” para hacerse
una somera idea de lo que aconteció aquel día.
Finalmente
y poco a poco todos los focos de resistencia popular fueron cayendo uno a uno.
Y comenzó la represión y el ajusticiamiento de todos los apresados que habían
sido capturados con las armas en la mano. Se calcula que hubo un total de 409
muertos y 160 heridos entre los sublevados, frente a unos 150 muertos por parte
de los franceses. Y entre esos muertos, a parte de los ya citados Daoíz y
Velarde, no hubo pocas mujeres, como Clara del Rey o la joven de 17 años
Manuela Malasaña, que acabó cediendo su nombre a su barrio.
Así
que el 2 de mayo fue una derrota en toda regla, y los franceses supusieron que
con ella apaciguarían y someterían a toda la península. Craso error. Lo cierto
es que supuso que en los días siguientes se alzaran en armas contra ellos todos
los municipios de España en la llamada “Guerra de la Independencia”, lo que les
hizo verse metidos en un avispero y en una guerra de guerrillas larga, cruel y
sanguinaria, como nunca antes habían conocido, que diezmó, desgastó y
desmoralizó a sus tropas, y como consecuencia de la misma se sucedieron una serie
de acontecimientos que concluyeron con la derrota del ejército francés en toda
Europa, y con la instauración de un nuevo orden mundial.
Napoleón,
cuando estaba confinado en la isla de Santa Elena, dijo: “Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se
indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles en
masa se condujeron como un hombre de honor”.
El
caso es que aquel día los madrileños se echaron a la calle para defender su
idiosincrasia y su dignidad y lo que consiguieron fue dar una lección de coraje
al mundo, que cambiara la historia de Europa, que España tomara conciencia de
sí misma y que acabara creando su primera constitución, la de 1812, y que los
españoles descubriéramos que juntos estamos por encima de nuestros gobernantes,
haciendo cierta, una vez más, la frase “que buen vasallo, si tuviese buen
señor”. Y aunque el resultado final de todos aquellos años de sacrificio y
sufrimiento fue el regreso, entre vítores, del rey más nefasto e infame de
nuestra historia, que ya es decir, como dice Pérez-Reverte, “el 2 de Mayo es un
día en el que es posible no avergonzarse de ser Español”.
Pero
claro, hoy en día las guerras, las batallas y las sublevaciones patrióticas no
son políticamente correctas, y no puede ser que los jóvenes las estudien, no se
nos vayan a traumatizar en esta España que, como en la de 1808, se degüella o
se vota más con los huevos que con la cabeza.
Publicado por Balder
No hay comentarios:
Publicar un comentario