Hoy
se celebra la fiesta de mi tierra.
Porque
soy aragonés, que le voy a hacer.
Y
lo soy porque nací en Zaragoza hace más de medio siglo. Porque allí habían
emigrado mis padres desde su pueblo buscando trabajo.
Pero
sobre todo soy aragonés porque, hasta donde sé y he podido averiguar, todos los
miembros de mi familia han sido aragoneses y proceden, desde tiempo inmemorial,
del mismo pueblecito de la provincia de Calatayud. Sí, de esa provincia que
junto con la de Villafranca del Bierzo desaparecieron tras haber sido incluidas
en la primera división provincial del estado español.
Aunque
por mejor decir, como ahora está de moda remontarse hasta los más antiguos
ancestros por eso del hecho diferencial, debería decir que soy celtíbero. O
sea, originario de esas tierras que, cabalgando a lomos del Sistema Ibérico,
son algunas de las comarcas más despobladas de Europa, si exceptuamos Laponia.
Tierras pobres donde las haya, y de las que uno de nuestros antiguos monarcas
dijo aquello de “si no fuera por sus libertades y sus buenos fueros, estarían
deshabitadas”.
Y
la comarca del pueblo de mi familia, según los estudios históricos de la zona,
ya estaba habitada por los pueblos celtíberos cuando los romanos pisaron por
primera vez la península Ibérica.
Unos
pueblos celtíberos que, para compensar sus magros ingresos, y cuando no se
estaban atizando unos contra otros, se alquilaban como mercenarios, ora con
cartagineses, ora con romanos, ora con quien mejor les pagara. Y que,
finalmente, y desde Numancia, resistieron durante años y hasta les dieron las
del pulpo a los legionarios itálicos.
Luego
los romanos, que aparte de grandes historiadores, ingenieros y militares, eran
unos auténticos hijos de puta, destruyeron, primero Numancia, y después la
cultura celtíbera, junto con la de todos los pueblos que conquistaron, que en
eso, como en tantas otras cosas, no fuimos especiales. Y nos romanizaron.
En
concreto a los celtíberos nos destruyeron diferentes archivos culturales, como
el de Botorrita, donde, por lo poco que se ha descubierto, existían registros
legislativos, jurídicos y documentales, inscritos en placas de cobre y bronce,
que ya los hubieran querido tener algunas de las culturas antiguas que hoy
admiramos.
Más
tarde llegaron los bárbaros y después los árabes, que de nuevo nos culturizaron
intentando borrarnos las raíces.
Algunos
indígenas se refugiaron en las montañas y desde allí miraron con envidia los
fértiles valles del sur. Y de su envidia y de su resistencia surgieron nuevos
reinos.
El
que nos había de dar la denominación de aragoneses apareció en el Pirineo,
primero como condado y posteriormente como reino por escisión del de Navarra. Y
en aquellos territorios evolucionó la “Fabla aragonesa”, una lengua nueva,
romance, que pretendía ser un intento de hablar un mal latín por quien lo que
realmente hablaba era una lengua ibera parecida al vascuence.
Luego
nos volvimos a unir durante varios decenios y bajo varios reyes con los
navarros. Pero cuando el rey Alfonso, llamado el Batallador, el que reconquistó
entre otras ciudades y villas Saraqusta la Blanca a sus primos musulmanes
andalusíes, tuvo a bien dejar en su testamento el reino a las órdenes militares
religiosas, y entre ellas a los Templarios y a los Hospitalarios, aragoneses y
navarros dijimos aquello de “que cada perro se lama su pijo” y nos separamos
buscándonos cada uno un rey que nos conviniera y que al mismo tiempo nos dejara
libres de las órdenes militares.
Y
posteriormente los aragoneses acabamos uniéndonos con los condados Catalanes, y
creamos la primera “confederación” de la historia, que funcionó bastante bien.
Cada reino atendía a sus cosas, pero juntos formaron un poder que fue temido y
respetado en todo el Mediterráneo. Un reino que llegó a extenderse desde el mediodía francés a
Murcia, y de Calatayud a Bríndisi, y con una ciudad, Barcelona, que se
convirtió en la nueva Atenas de la edad media. Un estado del que se decía que
para navegar por sus aguas hasta los peces debían llevar en su cola la enseña
del rey de Aragón.
Y
luego vino un tal Fernando que se casó con una tal Isabel, y juntos, pero sin
perder la identidad de sus reinos, crearon el primer estado moderno de Europa,
donde los reyes dependían para gobernar, en mayor o menor medida, de las cortes
de sus territorios, y donde pese a lo que nos han contado, vivíamos todos según
nuestros propios fueros, costumbres y libertades. Y juntos, pero no revueltos,
descubrimos nuevos mundos y conquistamos nuevos imperios. Pero a la vez que
juntábamos reinos, juntamos enemigos y bueno, lo que pasó, pasó. Y como
habíamos llegado a lo más alto, no nos quedaba otra cosa que caer, y lo hicimos
a lo grande.
Tuvimos
por reyes a los Austrias, que ya tuvieron a bien mermarnos algunos fueros, y
luego, tras la guerra de Sucesión, que fue una guerra civil y una auténtica
guerra mundial, llegaron los Borbones que nos quitaron los fueros a aragoneses,
catalanes, valencianos y mallorquines. Sufrimos invasiones, y nuevas guerras
civiles, que desde los tiempos de Celtiberia, lo que mejor se nos ha dado
siempre ha sido zurrarle y atizarle al vecino, por unas tierras, por unas
ideas, o simplemente porque estaba allí. Y finalmente, y para fin de fiesta,
nos gobernó un gallego que oprimió a todo el mundo por igual, y que represalió
y fusiló en todas partes sin hacer discriminación por lugar de nacimiento ni
por lengua materna. Y vimos una vez más que en todas partes cuecen habas.
Finalmente
llegaron tiempos nuevos en los que recuperamos libertades, autonomía y fueros,
pero a costa de sufrir una emigración en la que muchos tuvimos que partir y que
provocó una despoblación sangrante de Aragón, que ha llegado a ser un desierto
poblacional con una enorme ciudad en su centro.
Y
esta tierra mía, conquistada, rapiñada y humillada a lo largo de la historia
por invasores y gobernantes de toda clase, calaña y condición, en tal día como
hoy, vuelve a ser vilipendiada y saqueada por nuestros vecinos, y hasta ahora
compatriotas, sin ninguna clase de miramiento o consideración.
Y
no me refiero al robo de nuestra propia historia por quienes quieren hacer
reinos de condados, y hacer desaparecer una trayectoria común de 1800 de los
últimos 2200 años, expulsándonos de los territorios comunes de la antigua
Corona de Aragón, a la que ahora llaman Països Catalans, y donde parece ser que
no puede existir un territorio donde no se hable otra cosa que no sea el
catalán, u otra lengua que ellos consideren afín al mismo. No les vayamos a
contaminar los genes.
Tampoco
me refiero al expolio de los bienes del patrimonio eclesiástico del Aragón
oriental, en contra de resoluciones judiciales y de hasta del dictamen del
propio Vaticano.
Ni
a la sangría de generaciones de aragoneses que tuvieron que emigrar al este, a
las tierras “donde se trabaja y paga” y donde fueron abducidos, tanto ellos
como sus hijos, y donde olvidaron y renunciaron a sus raíces y a su cultura,
largamente menospreciada.
Ni
tan siquiera me refiero al robo de nuestros tristes sufrimientos, desgracias y
represiones, que las sufrimos a lo largo de los siglos como el que más, aunque
ahora algunos pretendan ejercer el monopolio de ser los únicos ofendidos e
injuriados.
Y
tampoco me refiero al robo de nuestros problemas y conflictos más recientes,
que a costa de los supuestos derechos y procesos de otros, ya nadie se preocupa
ni apenas habla ni de nuestras sempiternas crisis económica y poblacional, ni
de la miseria que todavía atenaza a gran parte de nuestra población en
beneficio del capitalismo y del neoliberalismo, como denunció el relator de la
ONU sobre pobreza extrema, ni de la corrupción, ya sea catalana, andaluza,
aragonesa o centralista, ni de los refugiados que avanzan por Europa, y que
mueren un día sí y otro también en el Mediterráneo, ni de otra cosa que no sea
el ya cansino problema catalán. Aunque a decir verdad, en los últimos tiempos,
el coronavirus ha conseguido quitarle protagonismo a todo lo demás.
Así
pues y finalmente, en tal día como hoy, solo quiero referirme al robo del día
de San Jorge, y aún del mismo santo. Y es que a costa de la dichosa rosa y el
libro ha pasado a ser llamado "San Jordi" en el resto del territorio
español. Y lo que es peor, a ser considerado el día y el patrón de Cataluña, o
al menos de Barcelona, cuando ni tan siquiera lo celebran allí como festivo. Y
eso a pesar de que donde siempre ha sido celebrado y festejado y donde siempre
ha sido patrón el caballero del dragón ha sido en Aragón, desde que tuvo a bien
aparecerse, sobre un corcel blanco, apoyando a las tropas aragonesas en la
batalla Alcoraz allá por 1096.
Menos
mal que al menos no han querido robarnos la fiesta del Pilar. Con esto de que
Colón tuvo a bien arribar al Nuevo Mundo un 12 de Octubre, el día de nuestra
patrona tiene demasiado regusto hispanista como para poder ser digerido por los
buenos catalanes. En buena hora.
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