viernes, 23 de abril de 2021

El día de San Jorge

Hoy se celebra la fiesta de mi tierra.

Porque soy aragonés, que le voy a hacer.

Y lo soy porque nací en Zaragoza hace más de medio siglo. Porque allí habían emigrado mis padres desde su pueblo buscando trabajo.

Pero sobre todo soy aragonés porque, hasta donde sé y he podido averiguar, todos los miembros de mi familia han sido aragoneses y proceden, desde tiempo inmemorial, del mismo pueblecito de la provincia de Calatayud. Sí, de esa provincia que junto con la de Villafranca del Bierzo desaparecieron tras haber sido incluidas en la primera división provincial del estado español.

Aunque por mejor decir, como ahora está de moda remontarse hasta los más antiguos ancestros por eso del hecho diferencial, debería decir que soy celtíbero. O sea, originario de esas tierras que, cabalgando a lomos del Sistema Ibérico, son algunas de las comarcas más despobladas de Europa, si exceptuamos Laponia. Tierras pobres donde las haya, y de las que uno de nuestros antiguos monarcas dijo aquello de “si no fuera por sus libertades y sus buenos fueros, estarían deshabitadas”.

Y la comarca del pueblo de mi familia, según los estudios históricos de la zona, ya estaba habitada por los pueblos celtíberos cuando los romanos pisaron por primera vez la península Ibérica.

Unos pueblos celtíberos que, para compensar sus magros ingresos, y cuando no se estaban atizando unos contra otros, se alquilaban como mercenarios, ora con cartagineses, ora con romanos, ora con quien mejor les pagara. Y que, finalmente, y desde Numancia, resistieron durante años y hasta les dieron las del pulpo a los legionarios itálicos.

Luego los romanos, que aparte de grandes historiadores, ingenieros y militares, eran unos auténticos hijos de puta, destruyeron, primero Numancia, y después la cultura celtíbera, junto con la de todos los pueblos que conquistaron, que en eso, como en tantas otras cosas, no fuimos especiales. Y nos romanizaron.

En concreto a los celtíberos nos destruyeron diferentes archivos culturales, como el de Botorrita, donde, por lo poco que se ha descubierto, existían registros legislativos, jurídicos y documentales, inscritos en placas de cobre y bronce, que ya los hubieran querido tener algunas de las culturas antiguas que hoy admiramos.

Más tarde llegaron los bárbaros y después los árabes, que de nuevo nos culturizaron intentando borrarnos las raíces.

Algunos indígenas se refugiaron en las montañas y desde allí miraron con envidia los fértiles valles del sur. Y de su envidia y de su resistencia surgieron nuevos reinos.

El que nos había de dar la denominación de aragoneses apareció en el Pirineo, primero como condado y posteriormente como reino por escisión del de Navarra. Y en aquellos territorios evolucionó la “Fabla aragonesa”, una lengua nueva, romance, que pretendía ser un intento de hablar un mal latín por quien lo que realmente hablaba era una lengua ibera parecida al vascuence.

Luego nos volvimos a unir durante varios decenios y bajo varios reyes con los navarros. Pero cuando el rey Alfonso, llamado el Batallador, el que reconquistó entre otras ciudades y villas Saraqusta la Blanca a sus primos musulmanes andalusíes, tuvo a bien dejar en su testamento el reino a las órdenes militares religiosas, y entre ellas a los Templarios y a los Hospitalarios, aragoneses y navarros dijimos aquello de “que cada perro se lama su pijo” y nos separamos buscándonos cada uno un rey que nos conviniera y que al mismo tiempo nos dejara libres de las órdenes militares.

Y posteriormente los aragoneses acabamos uniéndonos con los condados Catalanes, y creamos la primera “confederación” de la historia, que funcionó bastante bien. Cada reino atendía a sus cosas, pero juntos formaron un poder que fue temido y respetado en todo el Mediterráneo. Un reino que llegó a extenderse desde el mediodía francés a Murcia, y de Calatayud a Bríndisi, y con una ciudad, Barcelona, que se convirtió en la nueva Atenas de la edad media. Un estado del que se decía que para navegar por sus aguas hasta los peces debían llevar en su cola la enseña del rey de Aragón.

Y luego vino un tal Fernando que se casó con una tal Isabel, y juntos, pero sin perder la identidad de sus reinos, crearon el primer estado moderno de Europa, donde los reyes dependían para gobernar, en mayor o menor medida, de las cortes de sus territorios, y donde pese a lo que nos han contado, vivíamos todos según nuestros propios fueros, costumbres y libertades. Y juntos, pero no revueltos, descubrimos nuevos mundos y conquistamos nuevos imperios. Pero a la vez que juntábamos reinos, juntamos enemigos y bueno, lo que pasó, pasó. Y como habíamos llegado a lo más alto, no nos quedaba otra cosa que caer, y lo hicimos a lo grande.

Tuvimos por reyes a los Austrias, que ya tuvieron a bien mermarnos algunos fueros, y luego, tras la guerra de Sucesión, que fue una guerra civil y una auténtica guerra mundial, llegaron los Borbones que nos quitaron los fueros a aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines. Sufrimos invasiones, y nuevas guerras civiles, que desde los tiempos de Celtiberia, lo que mejor se nos ha dado siempre ha sido zurrarle y atizarle al vecino, por unas tierras, por unas ideas, o simplemente porque estaba allí. Y finalmente, y para fin de fiesta, nos gobernó un gallego que oprimió a todo el mundo por igual, y que represalió y fusiló en todas partes sin hacer discriminación por lugar de nacimiento ni por lengua materna. Y vimos una vez más que en todas partes cuecen habas.

Finalmente llegaron tiempos nuevos en los que recuperamos libertades, autonomía y fueros, pero a costa de sufrir una emigración en la que muchos tuvimos que partir y que provocó una despoblación sangrante de Aragón, que ha llegado a ser un desierto poblacional con una enorme ciudad en su centro.

Y esta tierra mía, conquistada, rapiñada y humillada a lo largo de la historia por invasores y gobernantes de toda clase, calaña y condición, en tal día como hoy, vuelve a ser vilipendiada y saqueada por nuestros vecinos, y hasta ahora compatriotas, sin ninguna clase de miramiento o consideración.

Y no me refiero al robo de nuestra propia historia por quienes quieren hacer reinos de condados, y hacer desaparecer una trayectoria común de 1800 de los últimos 2200 años, expulsándonos de los territorios comunes de la antigua Corona de Aragón, a la que ahora llaman Països Catalans, y donde parece ser que no puede existir un territorio donde no se hable otra cosa que no sea el catalán, u otra lengua que ellos consideren afín al mismo. No les vayamos a contaminar los genes.

Tampoco me refiero al expolio de los bienes del patrimonio eclesiástico del Aragón oriental, en contra de resoluciones judiciales y de hasta del dictamen del propio Vaticano.

Ni a la sangría de generaciones de aragoneses que tuvieron que emigrar al este, a las tierras “donde se trabaja y paga” y donde fueron abducidos, tanto ellos como sus hijos, y donde olvidaron y renunciaron a sus raíces y a su cultura, largamente menospreciada.

Ni tan siquiera me refiero al robo de nuestros tristes sufrimientos, desgracias y represiones, que las sufrimos a lo largo de los siglos como el que más, aunque ahora algunos pretendan ejercer el monopolio de ser los únicos ofendidos e injuriados.

Y tampoco me refiero al robo de nuestros problemas y conflictos más recientes, que a costa de los supuestos derechos y procesos de otros, ya nadie se preocupa ni apenas habla ni de nuestras sempiternas crisis económica y poblacional, ni de la miseria que todavía atenaza a gran parte de nuestra población en beneficio del capitalismo y del neoliberalismo, como denunció el relator de la ONU sobre pobreza extrema, ni de la corrupción, ya sea catalana, andaluza, aragonesa o centralista, ni de los refugiados que avanzan por Europa, y que mueren un día sí y otro también en el Mediterráneo, ni de otra cosa que no sea el ya cansino problema catalán. Aunque a decir verdad, en los últimos tiempos, el coronavirus ha conseguido quitarle protagonismo a todo lo demás.

Así pues y finalmente, en tal día como hoy, solo quiero referirme al robo del día de San Jorge, y aún del mismo santo. Y es que a costa de la dichosa rosa y el libro ha pasado a ser llamado "San Jordi" en el resto del territorio español. Y lo que es peor, a ser considerado el día y el patrón de Cataluña, o al menos de Barcelona, cuando ni tan siquiera lo celebran allí como festivo. Y eso a pesar de que donde siempre ha sido celebrado y festejado y donde siempre ha sido patrón el caballero del dragón ha sido en Aragón, desde que tuvo a bien aparecerse, sobre un corcel blanco, apoyando a las tropas aragonesas en la batalla Alcoraz allá por 1096.

Menos mal que al menos no han querido robarnos la fiesta del Pilar. Con esto de que Colón tuvo a bien arribar al Nuevo Mundo un 12 de Octubre, el día de nuestra patrona tiene demasiado regusto hispanista como para poder ser digerido por los buenos catalanes. En buena hora.

Publicado por Balder.

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