domingo, 4 de diciembre de 2022

Vanitas Vanitatis


        En la costa turca del mar Egeo se encuentran las ruinas de la ciudad de Éfeso, la que fue una de las metrópolis griegas más ricas de Asia Menor.
          Hoy en día los habitantes de las aldeas cercanas viven del turismo, de mostrar los restos del que fue uno de los puertos comerciales más importantes del Mediterráneo oriental.
          Muy cerca de esas ruinas se alzan los vestigios, apenas unos restos, de dos templos que en su tiempo fueron el orgullo de sus fieles y la admiración de sus coetáneos.
          Del más antiguo apenas queda una columna en pie. Una triste columna de lo que fue un grandioso complejo de edificios considerado en su día como una de las siete maravillas del mundo antiguo. Era el templo de Artemisa o Artemisón, que fue destruido, incendiado, en el siglo IV antes de Cristo, por un imbécil que pretendió pasar a la posteridad merced a aquel execrable acto.
          Y a apenas unos cientos de metros se encuentran las ruinas de otra construcción que fue en su tiempo el mayor templo de la cristiandad. Del que se dice que era más inmenso y hermoso que la misma catedral de Santa Sofía de Constantinopla. Era la basílica de San Juan, construida para albergar la tumba del apóstol y evangelista, del discípulo amado y protector de la Virgen María.
          Y allí, en los restos de la ciudad, del templo y de la basílica, podemos comprobar como cualquier obra humana no es más que vanidad de vanidades, nada más que vanidad.
          A lo largo de la historia, todas las creaciones y obras humanas, por hermosas, sólidas y resistentes que parecieran, todas han estado condenadas a la destrucción. Edificios que, en nuestro orgullo, creímos imperecederos, desde el Templo de Jerusalén y la Gran Mezquita de Alepo en Siria, hasta la Catedral de Notre Dame de París, pasando por el Alcázar Real de Madrid, el Castillo de Windsor y las Torres Gemelas de Nueva York, entre tantos otros, todos han demostrado que eran dolorosamente frágiles, vulnerables y que estaban condenados a la destrucción. Por no hablar de los puentes de Calatrava.
          El Tiempo es un padre celoso que siempre acaba devorando a sus hijos. Y a pesar de que hemos visto como, con el transcurso de los años, han desaparecido edificios, ciudades y aún reinos enteros, a pesar de haber sufrido la pérdida de maravillosas obras escritas que en su día fueron admiradas y estudiadas, y aún de bibliotecas enteras con todo su caudal de saber, a pesar de haber presenciado incendios en los que lienzos y pinturas irreemplazables e indescriptiblemente hermosos eran pasto de las llamas, a pesar de haber constatado como composiciones musicales que en su momento fueron deleite para los oídos y espíritus de su tiempo han sido olvidadas y definitivamente perdidas, a pesar de todo eso, los seres humanos, vanidad de vanidades, seguimos teniendo la infantil esperanza de que nuestras creaciones nos trascenderán y que hasta nos aportarán cierto grado de inmortalidad. Pero lo cierto es que toda obra humana está irremediablemente condenada a la destrucción y al olvido desde el mismo momento de su creación. Como no dejan de recordarnos las ruinas, los huesos y los ecos de todo lo que fue hermoso a nuestros ojos y que ahora forma parte de las víctimas del tiempo.
          Todos, a largo de nuestras propias vidas, hemos visto como elementos significativos y hasta esenciales de nuestra infancia o de nuestra juventud han decaído, se han arruinado o incluso han desaparecido, dejándonos tan solo una desazón nostálgica en nuestros recuerdos. Y a pesar de ello nos afanamos en construir, coleccionar, o atesorar bienes materiales condenados, en el mejor de los casos, a desaparecer apenas un poco más tarde que nuestra propia existencia.
          Puede que solo el espíritu humano, la esencia misma de humanidad, tenga algún ápice de esperanza de permanecer en el tiempo, al menos mientras queden seres humanos. Pero posiblemente ni eso suceda, visto lo visto.
          Lo únicamente cierto es que todas las obras materiales, por hermosas, resistentes e imperecederas que nos parezcan hoy en día, apenas son nada más que hojas arrastradas por los inclementes vientos del Tiempo y del Cosmos.


Publicado por Balder.

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